Usa la cabeza, dijo una
vez mi padre. Hoy lo he puesto en práctica. Juzgad vosotros mismos el
resultado.
El día ha comenzado
bastante ajetreado. Una llamada a eso de las once menos poco de la mañana de parte de mi jefa ha dado
el pistoletazo de salida al día. Había bastante que hacer y poco tiempo para
actuar. Mi turno comenzaba a las 12:00 y debía pasar antes por varios Burgers
distintos para recoger algunos recados. Quedaba poco menos de una hora. Recluté
a mi padre y allá que nos fuimos en busca de los pertrechos que se me habían
encargado. La verdad es que el tiempo apuraba y yo estaba algo nervioso, pues
no quería llegar tarde a mi puesto de trabajo ¿Qué harían sin mí?
Uno tras otro fuimos
visitando los lugares marcados. Aragón, la avenida Peset Aleixandre, Tres
Forques y por último Campanar. Mi querido “reino”. Estaba de los nervios, ya se
lo había dicho a mi padre. –Me estoy poniendo nervioso por la hora-
Bajé del coche a toda
velocidad cogiendo la mochila con una mano y cerrando de un sonoro portazo la
puerta del coche con la otra. Salí corriendo hacia la puerta del Burger, avisé
a mi jefa de que ya había llegado el recadero y fui a los vestuarios a dejar la
mochila. ¡Dios estaba realmente atacado de los nervios! En un abrir y cerrar de
ojos había entrado, dejado la mochila, salido y cerrado la puerta con llave. Y
entonces pasó. Todos esos nervios, esa ansiedad por llegar tarde explotó dando
como resultado la mayor muestra de inutilidad rubricada por mi mismo en
bastante tiempo.
En ese momento mi mayor
preocupación era descargar el coche, ponerme el uniforme y entrar a trabajar.
Nada más importaba, repito nada. No quedaba sitio en mi mente para cosas
tribales y mundanas. No quedaba, en definitiva, nada más por lo que
preocuparse. Y eso es justamente lo más preocupante del caso.
Y es que el amor que
proceso por mi trabajo se materializó de forma poética como un intento de
entrar en simbiosis con el propio establecimiento. Dicho de forma más mundana,
me comí literalmente la puerta de cristal con la cara. Me estampé dejando
impresa mi cara sobre la puerta ante el asombro y la estupefacción de los
presentes y de mí mismo. En definitiva, me reventé la cara.
Todo hay que decirlo, el
golpe fue perfecto en preparación y ejecución. Hablamos de un acto kamikace
digno de los pilotos japoneses de la 2º Guerra Mundial. Fue un golpe como la
vida misma, duro, seco y sorpresivo. Te encuentras en tu mundo preocupado por
tal o cual y al momento te ves sacudido por la cruda realidad, por el frío
cristal que nos recuerda esporádicamente que nos has de perder de vista el
camino.
Lo más curioso ante una
situación tan, a priori vergonzosa, es la reacción. En mi caso tuve una
reacción del todo ilógica. El golpe me había dejado mentalmente K.O. no
entendía que había ocurrido. Frente a mí, una mujer horrorizada veía como
brotaba de la brecha que me había hecho en la frente sangre a borbotones. Sin
vacilar le miré a los ojos y entonces hice una de esas cosas que no tienen
sentido ni aquí ni en ninguna parte. ¡Le pedí perdón a la mujer! Es decir, me
destruyo la cara contra un cristal partiéndome labio, ceja y casi nariz.
Sangrando cual espartano y sólo se me ocurre pedirle perdón.
Echaba en falta mi torpeza natural. Hacía tiempo que no aparecía reivindicándose. Sólo espero que la próxima vez se muestre de forma más gradual.
¡Hasta la próxima catetos!