martes, 11 de diciembre de 2012

Sangre, sudor y whoppers



Usa la cabeza, dijo una vez mi padre. Hoy lo he puesto en práctica. Juzgad vosotros mismos el resultado.

El día ha comenzado bastante ajetreado. Una llamada a eso de las once menos  poco de la mañana de parte de mi jefa ha dado el pistoletazo de salida al día. Había bastante que hacer y poco tiempo para actuar. Mi turno comenzaba a las 12:00 y debía pasar antes por varios Burgers distintos para recoger algunos recados. Quedaba poco menos de una hora. Recluté a mi padre y allá que nos fuimos en busca de los pertrechos que se me habían encargado. La verdad es que el tiempo apuraba y yo estaba algo nervioso, pues no quería llegar tarde a mi puesto de trabajo ¿Qué harían sin mí? 


Uno tras otro fuimos visitando los lugares marcados. Aragón, la avenida Peset Aleixandre, Tres Forques y por último Campanar. Mi querido “reino”. Estaba de los nervios, ya se lo había dicho a mi padre. –Me estoy poniendo nervioso por la hora- 


Bajé del coche a toda velocidad cogiendo la mochila con una mano y cerrando de un sonoro portazo la puerta del coche con la otra. Salí corriendo hacia la puerta del Burger, avisé a mi jefa de que ya había llegado el recadero y fui a los vestuarios a dejar la mochila. ¡Dios estaba realmente atacado de los nervios! En un abrir y cerrar de ojos había entrado, dejado la mochila, salido y cerrado la puerta con llave. Y entonces pasó. Todos esos nervios, esa ansiedad por llegar tarde explotó dando como resultado la mayor muestra de inutilidad rubricada por mi mismo en bastante tiempo.


En ese momento mi mayor preocupación era descargar el coche, ponerme el uniforme y entrar a trabajar. Nada más importaba, repito nada. No quedaba sitio en mi mente para cosas tribales y mundanas. No quedaba, en definitiva, nada más por lo que preocuparse. Y eso es justamente lo más preocupante del caso.


Y es que el amor que proceso por mi trabajo se materializó de forma poética como un intento de entrar en simbiosis con el propio establecimiento. Dicho de forma más mundana, me comí literalmente la puerta de cristal con la cara. Me estampé dejando impresa mi cara sobre la puerta ante el asombro y la estupefacción de los presentes y de mí mismo. En definitiva, me reventé la cara.


Todo hay que decirlo, el golpe fue perfecto en preparación y ejecución. Hablamos de un acto kamikace digno de los pilotos japoneses de la 2º Guerra Mundial. Fue un golpe como la vida misma, duro, seco y sorpresivo. Te encuentras en tu mundo preocupado por tal o cual y al momento te ves sacudido por la cruda realidad, por el frío cristal que nos recuerda esporádicamente que nos has de perder de vista el camino.

Lo más curioso ante una situación tan, a priori vergonzosa, es la reacción. En mi caso tuve una reacción del todo ilógica. El golpe me había dejado mentalmente K.O. no entendía que había ocurrido. Frente a mí, una mujer horrorizada veía como brotaba de la brecha que me había hecho en la frente sangre a borbotones. Sin vacilar le miré a los ojos y entonces hice una de esas cosas que no tienen sentido ni aquí ni en ninguna parte. ¡Le pedí perdón a la mujer! Es decir, me destruyo la cara contra un cristal partiéndome labio, ceja y casi nariz. Sangrando cual espartano y sólo se me ocurre pedirle perdón. 

En fin. La verdad es que fue un momento duro. Todo hay que decirlo, el dolor empezó a aparecer más tarde. Sorprendentemente más tarde. 

Echaba en falta mi torpeza natural. Hacía tiempo que no aparecía reivindicándose. Sólo espero que la próxima vez se muestre de forma más gradual.

¡Hasta la próxima catetos!

domingo, 9 de diciembre de 2012

Súper asertividad. Parte I



El pasado viernes 30 de noviembre tuvimos la primera sesión de un taller de expresión oral que giró en torno a la idea de la asertividad. Más de hora y media hablando sobre esta técnica de comunicación. Pero… ¿qué es la asertividad?

La asertividad, define nuestra estimada wikipedia, es una estrategia de comunicación situada entre dos puntos polares: la agresividad y la pasividad. Un comportamiento comunicacional maduro en el cual la persona no agrede ni se somete a la voluntad de otras personas, sino que manifiesta sus convicciones y defiende sus derechos. 

Así pues salimos salí de aquella clase con la firme intención de poner en práctica, con mayor o menor éxito, aquella cosa de la asertividad. El concepto no estaba demasiado claro sin embargo la curiosidad era desbordante y tan rápido como se presentara la primera ocasión probaría a ser asertivo. Dicho y hecho. Tan pronto como salí nos fuimos a comer y en mi despiste habitual al coger la comida del menú me olvidé totalmente del postre. Al rato cuando me percaté de mi terrible error. No me refiero a la elección del menú en sí, que también. Jamás he pagado tan caro gastronómicamente hablando apostar por un salmón. Prometo que el propio salmón parecía una extensión de la divinidad de los dioses. No tanto es así con aquello que lo rodeaba, una guarnición diabólica en forma y sabor. Un elenco de verduras de la huerta seleccionadas a mala leche y cocinada en los fogones del más insulso cocinero. Más  bien hago referencia con mi error a la ausencia del postre. Un error que se acentúa por la imperiosa necesidad de rematar tan exiguo menú con algún postre. Pues la vida me iba en ello, amenazado por el hecho de morir de inanición en breves. 
En estas que me encaminó a la barra. He pagado el menú y en él se incluye el postre, mal le pesen que mi olvidadiza cabeza no lo coja en su momento. En mi mente resuenan las palabras de Germán, pues así es como se llamaba el profesor que nos mostró el camino de la asertividad, -ser asertivo es en parte defender lo que es tuyo sin por ello ofender a tu interlocutor. Así que sonreía y le pregunté si podría coger un yogur ya que había olvidado cogerlo en su momento. Sorprendentemente sin apenas cuestionar la veracidad de lo contado me ofreció un postre. Sonreí, sonrió y fuimos todos felices y comí mi postre en compañía de mis queridos sociólogos. Cabe destacar que el comer un yogur no consiguió resarcirme del fiasco de mi elección en el menú.

Ya, pero ¡es muy fácil eso que has dicho! Es un yogur y entraba en tu menú. Cierto. Sin embargo bien es conocido que desde que empezó todo el tema de la asertividad ha habido más goles a favor. El segundo, por la toda la escuadra, ocurrió el pasado domingo. 

Después de un día largo en el Burger King un colega apareció para alegrarme la tarde. Decidimos entonces comprar unas cuantas cervezas para llenar una nevera esquilmada por el paso de los días y la gente. Un par de paquetes de Heineken y otro de Carlsberg serían suficientes para pasar acompañar una cena entre amigos. Sólo pensaba en el momento de llegar a casa y abrir la cerveza tumbado en el sofá. Pero el destino fue cruel conmigo. Al abrir el primer paquete de 6 botellines de Heineken pude ver horrorizado como uno de mis preciados botellines estaba abierto. ¡Abierto he dicho! ¿Cómo era posible? Un paquete cerrado. Dios qué rabia me entró. -Quedan cinco más en ese mismo paquete- -No merece la pena volver- -No te lo cambiarán- dijeron. Sin embargo me embarqué en una nueva empresa, conseguir que Carrefour me cambiara el paquete de Heineken por otro idéntico. Increíblemente de nuevo la asertividad funcionó. Volví a casa con un nuevo paquete de Heineken bajo el brazo.

Y aún más asombroso fue el tercer gol. Una jugada que valía su peso en oro. 150€ para ser exactos. Los mismos que me cobraron porque sí en el banco. Imaginaos el panorama, ya no era un yogur o un botellín de cerveza. Hablamos de cifras mayores. No obstante el poder asertivo pudo contra la locura y la irracionalidad y conseguí que me fueran devueltos todos y cada uno de los euros sustraídos. 

¿Sería cierto? ¿Era posible que en la charla me hubiese radiado sin querer con alguna rayo extraño o me hubiese picado una araña asertiva y estuviese desarrollando tremendos poderes asertivos? Dios, por supuesto. O eso podría pensar si no se hubiese puesto las pilas el equipo de “la cruda realidad”. Perdía 3-0 pero aún estaba vivo.  Y acabó marcando su gol.